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miércoles, 26 de agosto de 2009

Practico 1 Historia Social General"Las formas de organizacion colectiva:"Estado y Nacion

Orígenes del estado.
¿Qué es un estado? “Estado se refiere, en su sentido más amplio, a un conjunto de instituciones que poseen los medios de coerción legítima, y los ejercen en un territorio definido y sobre su población. El estado monopoliza la fijación de reglas en su territorio por medio de un gobierno organizado”.
Existen tres características fundamentales del estado:
a) Una población que habita en un territorio definido y que reconoce un órgano supremo de gobierno que le es común.
b) Este órgano es servido por personal especializado: funcionarios civiles para ejecutar las decisiones y fuerzas militares que las hacen cumplir, si es necesario, y que protegen los miembros de esta asociación se otras parecidas.
c) Esta entidad es reconocida por otras, constituidas de forma similar, como independiente en lo que se refiere a su actuación sobre la población que habita en su territorio, es decir sobre sus súbditos.
Pero estas condiciones no se han dado siempre de manera tan clara. Muchos estados del pasado tenían territorios mal definidos, órganos del gobierno poco diferenciados y el reconocimiento de su soberanía era irregular e intermitente.
El estado, entendido como la forma de organización civil de las colectividades humanas estables, es muy antiguo y nace cuando grupos de hombres más numerosos que los que componen una tribu se coordinan bajo un mando único. En el mundo antiguo conocemos las ciudades-estado de la Mesopotamia y de Grecia, el imperio egipcio, el imperio romano. Todos estos son estados: en cada caso hay un territorio con unos límites y un poder que controla con sus reglas, de modo más o menos efectivo, al conjunto de personas que viven el él.
Para los griegos, que conocían como forma normal de organización la ciudad-estado, las formas de gobierno se caracterizaban de acuerdo con su naturaleza: podían ser monarquía, aristocracia o democracia.
Por otro lado estuvo el imperio persa que, mediante gobernadores, procuraban que los diversos pueblos unidos al imperio pagaran tributos y proporcionasen soldados. El imperio persa combinaba esta estructura unitaria con un cierto respeto por la autonomía de los diversos pueblos.
La sociedad cristiana medieval propugnaba el establecimiento de una monarquía universal sometida a una cadena de poderes que tenían su origen en Dios, de quien procedía toda autoridad, y que pasaba sucesivamente al papa, al emperador y al rey y, desde ahí, a sus subordinados.
Desde el punto de vista de los recursos, el rey era poco más que un gran señor como los otros, que vivía de los ingresos de su “dominio”.Cuando quería emprender alguna acción extraordinaria tenía que pedir a sus súbditos que le concediesen recursos en forma de donativos o de “servicios”. El rey hacía su petición a una representación de la sociedad en una corte de delegados de los estamentos que pactaban con él las concesiones legales que querían a cambio de los recursos que le cedían. En el transcurso de la baja edad media las necesidades de guerra obligaron a los reyes a reunir cada vez más a menudo cortes y parlamentos, lo que facilitó la consolidación de un sistema representativo, basado en las concesiones políticas hechas por los soberanos.
Este tipo de estado implicaba una considerable división de funciones: los nobles y la iglesia, que recibían directamente una elevada proporción de los recursos que se obtenían de los súbditos, se encargaban de una parte de las tareas que hoy atribuimos habitualmente al estado: la defensa del país correspondía a los nobles, y la asistencia social y la enseñanza, a la iglesia.

La formación del estado moderno.
En los comienzos de la edad moderna las grandes conmociones sociales y las guerras de religión crearon una situación de inseguridad que hizo sentir a las clases dirigentes la necesidad de un poder central más fuerte. Las monarquías del occidente de Europa aumentaron entonces sus atribuciones políticas, recortando las de la nobleza feudal en lo que se refiere al nivel superior del gobierno del estado.
Fue entonces cuando, partiendo de la nueva teoría laica del estado, que dejaba de lado las formulaciones teológicas para ocuparse de la práctica del gobierno, se enunció la doctrina del poder absoluto de los monarcas. Más adelante, en el S. XVII, Hobbes legitimaría el poder absoluto como derivado de un contrato social que los hombres habrían hecho con los soberanos para preservar sus vidas.
Una monarquía de derecho divino, como lo eran todas antes de los regímenes constitucionales, sólo estaba limitada en teoría por la existencia de unas reglas (como la del respeto a la propiedad de los súbditos hasta aquellas reglas pactadas con las instituciones representativas y que tenían fuerza de ley), pero lo estaba sobre todo, en la práctica, por su fuerza real. Había lugares, como en Castilla, donde la monarquía había conseguido debilitar el poder de las cortes y legislaban directamente. En Francia, el rey había podido imponer su administración directa a algunas provincias, pero debía tolerar en otras la continuidad de las cortes y de los privilegios.
Pero ni siquiera donde los soberanos legislaban personalmente sin ninguna oposición se puede decir que tuvieran un poder absoluto, ya que, careciendo de una administración adecuada, no tenían capacidad para controlar el territorio mucho más allá de la corte.
Una de las consecuencias más graves de la debilidad del poder estatal era la hacienda. El período que va entre 1689 y 1815 la cantidad de guerras que hubo fueron mucho más numerosas que en años anteriores. Por otra parte, la guerra se había hecho más cara. La necesidad de hacer frente a esta carga económica obligaba a aumentar la presión tributaria y organizar una estructura de hacienda capaz de recaudar grandes suma de ingresos.
Las monarquías que pudieron adaptarse a las nuevas exigencias de las guerras han tenido una transición más tranquila que las que no pudieron adaptarse. Un caso de adaptación fue Inglaterra, por otro lado España y Francia sufrieron revoluciones (en Francia terminó con la Revolución Francesa).

La nación.
Definir qué es una nación es sumamente dificultoso, en cambio “nacionalismo” es mucho más simple.
El nacionalismo es una fuerza que nace de la adhesión de los hombres a una idea. Pero una fuerza es, al principio, neutral: no es buena ni mala. Que sea una cosa u otra depende de la finalidad a la que se le aplique.
Otra confusión es la de identificar al nacionalismo, que implica una voluntad de participación del individuo en los proyectos de actividad colectiva de un grupo, con el patriotismo, que es un sentimiento primario de lealtad al grupo que suele manifestarse en la defensa de su prestigio en relación con otros y que en el pasado podía centrarse en la figura del rey como jefe de la nación en la lucha contra los extranjeros.
Hay visiones étnicas del origen de las naciones, y es evidente que hay casos en que la etnia puede proporcionar lo fundamental de una conciencia natural, como a ocurrido en muchos pueblos colonizados.
Se considera en general que la existencia de un pasado cultural compartido (la lengua, las costumbres, una visión común de la historia) es una condición necesaria para la nacionalidad. Pero estos signos de identificación son históricos: han nacido de una evolución y pueden cambiar, desaparecer o recuperarse en determinados momentos.
Cuando se dice que la nación es un invento moderno, posterior a la Revolución Francesa, se está confundiendo con el estado-nación. La nación es un fenómeno más antiguo y más complejo. Nace de unos elementos culturales que suelen ser muy anteriores y de la historia, entendida como el resultado de una evolución acumulada que se refleja en las realidades sociales que rodean a los hombres.
Todo eso forma la materia sobre la cual se puede edificar una conciencia nacional. Es necesario que una colectividad reivindique que estos rasgos de identidad, que otras muchas han olvidado por completo, y esto lo hace cuando un conjunto suficientemente grande de sus miembros siente que merece la pena recuperar esos signos distintivos, que les unen entre sí y les separan y diferencian de otros.
La nación nace de una voluntad colectiva: hay una nación cuando un grupo suficientemente numeroso de hombres y mujeres deciden que ellos forman parte de una nación; que creen tener rasgos en común que los hacen parecidos entre sí y los diferencian de otros. Según algunos autores, el “estado” es una “máquina”, mientras que la nación es “la toma de conciencia de un pasado tradicional por parte de grupos reunidos, de forma voluntaria o por la fuerza, en un mismo marco y que experimenta la acción cohesionadora cotidiana de la vida en común”.

El estado-nación.
De la conmoción de la Revolución Francesa salió un nuevo modelo de estado que recogía y modernizaba los principios de los sistemas representativos, con una constitución escrita que definía las reglas del juego político.
El rasgo más importante de esta nueva forma de estado era el hecho de que se identificaba con la nación y basaba el pacto social en la pertenencia del conjunto de sus miembros a una colectividad con una cultura, una historia y una lengua comunes.
No se trata del resultado de la actuación de un grupo de hombres que, sintiéndose miembros de una nación común, han construido un estado. En general ha sucedido al revés. Son los viejos estados del absolutismo los que, al ver erosionarse el consenso de las monarquías de origen divino en que se fundamentaban, han optado por transformarse, convirtiéndose en naciones.
En la nueva sociedad “nacional” los hombres, que se han convertido en iguales ante la ley, dejan de definirse por el hecho de ser súbditos de u soberano para ser miembros iguales de una colectividad de ciudadanos “eterna”, porque se basa en la historia.
Para reforzar este sentido de identidad se inventaron los himnos nacionales, las banderas y toda retórica del patriotismo.
Pasar de la vieja a la nueva conciencia, de súbdito de un rey a un ciudadano de una nación, no era difícil en los casos que el estado coincida con un marco cultural relativamente homogéneo. Pero en otros casos se daban situaciones diferentes: la de los estados plurinacionales y la de naciones sin estado.
Cuando un estado plurinacional, como eran la mayoría de los europeos, quería transformarse en nación, tenía que formar una nacionalidad englobante que correspondiese a los límites del estado, y se esforzaba en convencer al conjunto de los ciudadanos de que esta nación era la de todos ellos.
Hay dos aspectos del estado-nación que conviene examinar: el de la autonomía del estado. Calificar al estado de autónomo significa que se supone que es una entidad neutral, sin implicaciones en los intereses de ningún grupo social concreto: un árbrito por encima de todos ellos. Los textos legales se presentan habitualmente como decisiones dictadas por los gobernantes sin otra preocupación de la de conseguir el beneficio conjunto de los ciudadanos. El estado habla en nombre de todos, pero sirve muchas veces a los intereses de determinados grupos sociales y perjudica a otros.

Los imperios y colonias.
El estadio superior del estado-nación moderno ha sido el imperio, ya no como una reunión de territorios bajo un mismo dominio personal, como eran los imperios del pasado, sino como un proyecto destinado a favorecer el crecimiento económico de la metrópoli con la explotación de unas colonias que la proveen de materias primas y consumen sus manufacturas.
La legitimación del imperio se basaba en la idea de que lo que los pueblos avanzados se proponían era civilizar a los atrasados para ponerlos en el camino del desarrollo moderno.
Pero lo cierto es que el tipo de desarrollo económico que los colonizadores fomentaron no tenía otro objetivo que producir mercancía para la exportación, desentendiéndose por completo del sector que producía alimentos y bienes para el consumo interno de los habitantes de las colonias. Lo que estos países necesitaban, por el contrario, era que se aumentara la productividad en el sector interior, y ésta era tan baja que se hubiera podido conseguir con muy pequeñas inversiones. En lugar de esto, las inversiones de las metrópolis se destinaban a grandes obras para facilitar las exportaciones o a grandiosos y fracasados proyectos de cultura comercial.

Apogeo y crisis del estado.
El estado-nación asumió a partir del siglo XIX nuevas tareas y nuevas responsabilidades. Ejercía, por una parte, una función de arbitraje entre los intereses contrapuestos de los diversos grupos sociales. Resultó necesario, por ejemplo, que impusiera normas que controlaran la explotación de los trabajadores asalariados si se querían conseguir que éstos aceptasen las reglas del juego económico. Y comenzó a proporcionar, por otra parte, una serie de servicios sociales a la población más desfavorecida, utilizando para ello los ingresos que obtenía de una tributación progresiva.
Este crecimiento del estado llegó a su punto máximo en los años que siguieron al término de la segunda guerra mundial, no sólo como consecuencia del desarrollo del llamado “estado de bienestar”, sino por el avance en los países industrializados de un tipo de economía mixta que implicaba una política de nacionalizaciones y una fuerte participación del estado en la actividad económica.
Esta situación comenzó a entrar en crisis a partir de 1975, con las dificultades económicas de los países industrializados, la incapacidad de los menos avanzados para hacer frente a las grandes deudas contraídas para financiar su crecimiento económico y el abandono del “desarrollismo” como propaganda para el progreso de los más atrasados, que no sólo han experimentado graves retrocesos en sus niveles de bienestar, sino que en algunos casos, han visto producirse el colapso de sus estados.
Desde los años ochenta se ha pasado a una visión minimalista del estado, que lleva a la privatización de muchas de sus actividades económicas a su cargo y a desmantelar buena parte de los servicios sociales que proporcionaba.

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